La lección de Noa o el retorno a la realidad más allá de las pantallas

Hace pocos días decidí compartir en Facebook una serie de breves reflexiones sobre aspectos que surgen de manera espontánea en mi vida cotidiana. Así nació la nota número 14, titulada “Tecnología, redes y niños”, inspirada por la visita de uno de mis hijos, quien llegó acompañado de Noa, mi inquieto, simpático y encantador nieto de tan solo tres años.

Inmediatamente imaginé que el pequeño se entregaría sin titubeos a una de las actividades predilectas de la infancia actual: sumergirse en el bloque infantil de Netflix, cuyas producciones en ocasiones pueden revelar matices sutilmente riesgosos o incluso efectos subliminalmente dañinos; o, quizá, exploraría el vasto universo de YouTube, repleto de un inagotable caudal de entretenimiento que, a menudo, resulta manipulador para la frágil e impresionable conciencia infantil y, en etapas posteriores, para la vulnerable adolescencia. Incluso, podría inclinarse por los juegos y pasatiempos en línea, ambientes sin una censura adecuada ni restricciones, donde los pequeños y jóvenes navegan frecuentemente sin la necesaria supervisión de padres o tutores.

La realidad es que los niños solo aprenden a establecer límites o a abandonar conductas perjudiciales para su desarrollo integral cuando sus padres o tutores asumen, con firmeza, autoridad y coherencia, su papel como orientadores. Esto implica no solo imponer normas y prohibiciones, sino, sobre todo, demostrar mediante el ejemplo, ofrecer explicaciones claras y desarrollar razonamientos adaptados tanto al nivel de comprensión infantil como a la realidad familiar y social contemporánea.

Me sorprendió gratamente que mi nieto me entregara el control del televisor, declarando con convicción: «¡YouTube no!». Claramente, su padre había realizado un encomiable trabajo de orientación y educación: limitando y dosificando de forma equilibrada el acceso a las modernas plataformas tecnológicas, y mostrándole, a través de su ejemplo, la inmensa cantidad de actividades valiosas y enriquecedoras que podían disfrutar juntos. Desde colaborar en las labores domésticas, como lavar platos o recoger la mesa, hasta explorar la naturaleza en parques o aventurarse en familia entre la densa neblina de las majestuosas montañas de Jarabacoa o Constanza, donde se puede admirar el imponente legado de antiguas piedras milenarias enmarcadas por las escasas pero inmaculadas corrientes de agua dulce que aún perduran.

Desafortunadamente, la masificación tecnológica ha engullido también a los adultos, quienes, inmersos en lo que consideran un respiro de libertad, una constante actualización en trivialidades y el disfrute de múltiples formas de entretenimiento, han terminado convirtiéndose, de manera imperceptible, en modelos a imitar poco saludables para los más pequeños. En la actualidad, únicamente tareas laborales específicas, que exigen una atención especial o personalizada, logran romper momentáneamente la conexión de los adultos con sus teléfonos celulares. Tanto en el hogar, durante visitas familiares, en parques recreativos, en espacios públicos o incluso al volante, es común observar a los adultos absortos ante las pantallas de sus dispositivos, lo que genera patrones de conducta que los niños imitan de forma natural y sin restricciones.

Vivimos en una época en la que actividades tradicionalmente formativas —como la lectura en solitario o en familia, la resolución conjunta de tareas escolares diseñadas por verdaderos educadores, los juegos infantiles que desafían diversas capacidades, los pasatiempos recreativos, creativos y constructivos, o incluso los paseos planificados a ríos, bosques y otros entornos naturales que fortalecen el vínculo emocional y sensorial con el medio ambiente— han perdido, lamentablemente, casi por completo su espacio frente al avance imparable de las plataformas digitales.

Dentro de estas plataformas, adultos, niños y adolescentes se sumergen en un letargo digital que los distancia progresivamente de la realidad cotidiana, de las interacciones humanas esenciales y de aquellas experiencias vivenciales fundamentales que buscan forjar individuos conscientes, responsables y comprometidos éticamente con su entorno y comunidad.

En el caso de los niños menores de diez años, basta observar su comportamiento para identificar signos de desorientación, falta de concentración, un retraso en el desarrollo de sus habilidades cognitivas y un progresivo alejamiento de lo que consideraríamos un pensamiento lógico y analítico. Resulta innegable que estamos siendo testigos de la desaparición casi literal del hábito de la lectura —práctica esencial para el desarrollo del lenguaje y la creatividad—, lo que parece acompañarse de una probable merma en la calidad de las relaciones afectivas, tan determinantes para un crecimiento emocional equilibrado.

Reflexionemos: nuestros niños, en pleno auge de la conectividad, se encuentran cada vez más distanciados de las emociones y vivencias familiares y, al mismo tiempo, sobrecargados de estímulos y fantasías que impiden la verdadera y enriquecedora convivencia tanto en el ámbito familiar como social. Somos testigos mudos del alejamiento de contextos sociales reales, repletos de problemas, desafíos, lecciones enriquecedoras y oportunidades de crecimiento.

Mucho se ha escrito sobre este fenómeno. Lo que a ciencia cierta conocemos es que, además de los aspectos mencionados, el uso excesivo de dispositivos electrónicos y la conexión constante a internet acarrean consecuencias tan perjudiciales como una significativa reducción del tiempo destinado a actividades fundamentales, el aislamiento social, alteraciones en el comportamiento —como irritabilidad y ansiedad—, agotamiento físico e intelectual y, finalmente, una pérdida del control sobre el tiempo invertido en línea.

Para contrarrestar estos y otros efectos nocivos, ampliamente documentados en la literatura especializada, resulta imprescindible una acción coordinada entre padres, educadores y comunidades, fundamentada en límites claros, comunicación abierta y supervisión constante. Es necesario promover hábitos saludables y equilibrados, fortalecer actividades culturales, deportivas y sociales, y emplear herramientas tecnológicas de protección que favorezcan un desarrollo integral adecuado.

Mi nieto Noa se erige, así, como un ejemplo vivo de este esfuerzo indispensable por reconectar a los seres humanos con la realidad, sin renunciar al potencial positivo que nos brinda la masificación de las tecnologías de la información y la comunicación.

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