En una sala de partos no debería importar la nacionalidad de la paciente, sino su derecho a vivir. Sin embargo, en República Dominicana, la realidad es más cruda: ser haitiana aumenta el riesgo de morir durante el embarazo o el parto.
No por una condición biológica, sino por una suma de factores estructurales, sociales e institucionales que han convertido al parto en una travesía peligrosa para cientos de mujeres migrantes.
Y aunque esta situación evidencia desigualdades históricas, también pone sobre la mesa el peso desproporcionado que ha cargado, en silencio y con escasos recursos, el sistema de salud dominicano.
Los datos no dejan lugar a dudas. A pesar de que las pacientes haitianas representan más del 35% de los nacimientos en el país —y en algunas provincias superan incluso a las dominicanas—, su proporción en las estadísticas de mortalidad materna es todavía más alarmante.
En el boletín epidemiológico número 51 del Ministerio de Salud Pública, correspondiente al año 2024, se reportaron 165 muertes maternas hasta esa fecha. De ellas, 79 correspondían a mujeres haitianas. Es decir, casi la mitad. Esta diferencia no puede explicarse por la nacionalidad, sino por condiciones de acceso, exclusión, pobreza y abandono.
La mayoría de estas mujeres llega al sistema de salud sin haber tenido un control prenatal adecuado, muchas veces en fase avanzada del trabajo de parto, sin documentos, con miedo a ser rechazadas o deportadas, sin hablar el idioma, sin redes de apoyo, y con enfermedades no tratadas como anemia, hipertensión o infecciones.
El problema no es que sean haitianas. El problema es que llegan tarde, llegan solas, y llegan en condiciones que ningún cuerpo —sea de la nacionalidad que sea— puede resistir sin riesgos. Y mientras esto ocurre, República Dominicana, con un sistema sanitario que también enfrenta desafíos internos, ha sostenido durante décadas la atención de miles de parturientas extranjeras sin un plan binacional efectivo ni un apoyo real de la comunidad internacional.
Resulta fácil señalar las cifras sin entender el contexto. Pero la verdad es que República Dominicana ha sido solidaria, muchas veces más allá de sus posibilidades. Nuestros hospitales, especialmente los públicos, han atendido con humanidad a mujeres que no han sido vistas ni protegidas en su país de origen. Haití, con un sistema de salud profundamente debilitado, ha dejado una deuda estructural con sus mujeres, y esa deuda la estamos pagando nosotros: en camas ocupadas, en insumos limitados, en profesionales que se multiplican para cubrir demandas crecientes, y también, en la presión social que genera un tema tan sensible como el de la migración y la salud.
Esta no es una crisis de salud exclusiva de República Dominicana. Es una crisis regional, agravada por la fragilidad institucional de un país vecino que históricamente ha carecido de estrategias sostenibles para cuidar a su población.
Pero también es una oportunidad para hablar con claridad: la mortalidad materna entre mujeres haitianas en nuestro país no debe usarse como excusa para discursos de odio ni para justificar la indiferencia. Debe usarse como punto de partida para exigir una política internacional que mire con seriedad el drama de la migración y la salud en la isla.
En otras partes del mundo, fenómenos similares ocurren. En Sudáfrica, las mujeres migrantes de Zimbabue presentan tasas de mortalidad materna significativamente más altas que las nacionales, por razones casi idénticas: pobreza, exclusión, falta de acceso a controles y barreras lingüísticas.
En Estados Unidos, las mujeres latinas indocumentadas enfrentan obstáculos similares, incluso en un país con recursos infinitamente superiores. En todos estos casos, se repite la misma verdad: no es la nacionalidad la que mata, es la desigualdad.
República Dominicana no puede seguir cargando sola con esta responsabilidad. Nuestra vocación humanitaria no debe confundirse con obligación infinita, y mucho menos debe ser castigada con críticas simplistas.
Hemos hecho más de lo que muchos harían en nuestro lugar, pero ha llegado el momento de replantear el abordaje, exigir colaboración internacional y asumir que las soluciones no pueden ser unilaterales.
La frontera que divide la isla también divide la equidad, la salud y las oportunidades. Pero cuando una mujer sangra en el parto, no hay pasaporte que la salve. Solo un sistema que funcione. Y ese sistema, por décadas, ha sido el nuestro. Que no se nos olvide.
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